El libro de los filósofos muertos (fragmento)
Simon Critchley
Aprender a
morir: Sócrates
Por convención se considera
que la filosofía empieza con el proceso y ejecución de Sócrates, que fue
condenado a muerte por las acusaciones falseadas de Meleto, Anito y Licón. Se
formularon dos acusaciones contra él: corromper a la juventud de Atenas y
negarse a reverenciar a los dioses de la ciudad. Según la versión de Platón,
existe además una tercera acusación, que consistía en que Sócrates había
introducido sus propios dioses «nuevos». Sea cual fuere la veracidad de esta
última acusación, Sócrates siempre afirmó seguir su propio daimon, lo que
Cicerón denominaba «algo divino»: un dios o un espíritu personal, aquello que
uno tiende a considerar su conciencia. Sin embargo, el daimon de Sócrates no
era ninguna «voz interior», sino una señal u orden exterior que le hizo parar
en seco.
Se dice que la muerte de
Sócrates es como el juicio político de escarmiento y ejecución de un disidente
inocente a manos de un Estado tiránico. Sin embargo, no debe olvidarse que
Sócrates contaba con algunos personajes bastante reaccionarios entre sus
seguidores. Critias, discípulo de Sócrates, fue el líder del antidemocrático
reino de terror de los Treinta Tiranos, en 404-403 a.C. También cabe recordar
que, según Jenofonte, la única vez que Sócrates aconsejó a uno de sus
discípulos que entrara en política, el interesado fue el reacio Cármides, otro
de los Treinta Tiranos que murieron en el campo de batalla junto a Critias. Por
último, Alcibíades, el apuesto, carismático y disoluto aristócrata que irrumpe
borracho en el Banquete de Platón, desertó de Atenas en beneficio del enemigo
en dos ocasiones: una vez con los espartanos y otra vez más con los persas.
Sócrates, sobre todo en la versión dada por Platón en la República, no es ni
mucho menos un admirador de la democracia y podría considerarse
justificadamente que sus enseñanzas fomentaron la desilusión sobre la
democracia entre los aristócratas de derechas.
La muerte de Sócrates es una
tragedia en muchos actos. De hecho, Hegel afirma que el juicio a Sócrates es el
momento en que la tragedia abandona el escenario y entra de lleno en la vida
política, convirtiéndose en la tragedia de la corrupción y derrumbe de la
propia Atenas. Platón dedica nada menos que cuatro diálogos a los
acontecimientos que rodearon el juicio y la muerte de Sócrates (Eutifrón,
Apología, Critón y Fedón), y además tenemos la Memorabilia y la Apología de
Jenofonte. En el Fedón, que generalmente se considera el último de los cuatro
diálogos de Platón, las palabras de Sócrates están impregnadas de la creencia
pitagórica de Platón sobre la inmortalidad del alma. Pero la Apología, que es
anterior, da una versión bastante distinta de la cuestión. Sócrates dice que la
muerte no es en absoluto un mal, sino al contrario, algo bueno. Una vez dicho
eso, la muerte consiste en una de estas dos posibilidades:
O bien es aniquilación, y los
muertos no tienen conciencia ni nada; o bien, según nos dicen, es realmente un
cambio: una migración del alma desde este lugar hacia otro.
Pero Sócrates insiste en que,
independientemente de cuál de esas posibilidades sea la verdadera, la muerte no
es algo de lo que haya que tener miedo. Si es aniquilación, entonces es un
largo descanso sin sueños, y, ¿hay algo más agradable que eso? Si es un
tránsito hacia otro sitio, es decir, hacia el Hades, entonces también es algo
deseable, puesto que allí encontraremos a viejos amigos y a los héroes griegos,
y podremos conversar con Homero, Hesíodo y el resto de la inmortal compañía.
Se cuenta otra anécdota sobre
Sócrates: cuando le dijo un hombre: «Los Treinta Tiranos te han condenado a
muerte», él contestó: «Y la naturaleza a ellos». Sócrates se impone a sus
acusadores y al jurado, afirmando que deberían afrontar la muerte con
confianza. Tras ser condenado a muerte, Sócrates concluye su discurso con las
siguientes y extraordinarias palabras: “Ahora
es el momento de que nos marchemos, yo a morir y vosotros a vivir; pero quién
de nosotros tiene un destino más feliz es algo que sólo Dios sabe.”
Estas palabras sintetizan la
actitud filosófica clásica hacia la muerte: no es algo que haya que temer. Por
el contrario, la vida debe vivirse precisamente en relación con la muerte. Las
últimas y enigmáticas palabras de Sócrates —«Critón, deberíamos ofrendarle un
gallo a Asclepio»— articulan la visión de que la muerte es la cura para la
vida. Asclepio era el dios de la curación, y la ofrenda de un sacrificio era
algo que hacían antes de irse a dormir quienes padecían alguna dolencia con la
esperanza de despertarse curados. Así, la muerte es un sueño curativo.
Lo que hay que subrayar de la
actitud de Sócrates hacia la muerte en la Apología es que aunque la muerte
podría ser cualquiera de las dos posibilidades consideradas, nosotros no
sabemos cuál es la verdadera. Es decir que la filosofía es aprender a morir,
pero lo que se aprende no es conocimiento. Ésta es una cuestión esencial. Lo
que enseña la filosofía no es una suma cuantificable de conocimientos que
puedan comprarse o venderse como un bien en el mercado. Eso es asunto de los
sofistas —Gorgias, Pródico, Protágoras, Hipias y los demás—, cuyos puntos de
vista son desmontados sin tregua por Sócrates en los diálogos de Platón. Aunque
el propio Sócrates es descrito como un sofista por un irreverente Aristófanes
en Las nubes, los sofistas fueron una clase de docentes profesionales que
apareció en el siglo V a.C., que ofrecía instrucción a los jóvenes y
exhibiciones públicas de elocuencia a cambio de unos honorarios. Los sofistas
eran maestros de la elocuencia, «con lengua de miel», como dice Filóstrato, que
viajaban de ciudad en ciudad ofreciendo sabiduría a cambio de dinero.
En contraposición con los
carismáticos sofistas, de ropajes a menudo coloridos, que llegaban prometiendo
conocimiento, el mal vestido y más bien feo Sócrates parece encarnar tan sólo
una débil paradoja. Por un lado, Sócrates es declarado el hombre más sabio de
Grecia por el Oráculo de Delfos. Por otro lado, Sócrates siempre insiste en que
él no sabe nada. Por tanto: ¿cómo es posible que el hombre más sabio del mundo
no sepa nada? Esta aparente paradoja se esfuma cuando aprendemos a distinguir
entre sabiduría y conocimiento, y nos convertimos en amantes de la sabiduría,
es decir, en filósofos.
Por ejemplo, en la República,
el objeto de estudio es la justicia. «¿Qué es la justicia?», se pregunta
Sócrates, y se discuten, se desarman y se rechazan diversas visiones más o
menos convencionales de la justicia. Pero en los libros centrales de la
República, Sócrates no ofrece a sus interlocutores una respuesta a la cuestión
de la justicia ni una teoría de la justicia. En cambio, nos presenta una serie
de historias —de las cuales la más famosa es el mito de la caverna— que nos
indican indirectamente la cuestión de que se trata. El camino a la justicia, se
nos dice, sólo puede re-correrse orientando nuestra alma hacia el Bien, que
para ser exactos no es una cuestión de conocimiento sino obra del amor. La
filosofía comienza, pues, con el cuestionamiento de las certezas en el ámbito
del conocimiento y el fomento de un amor por la sabiduría. La filosofía es
erótica, no sólo epistémica.
Nunca ha sido más importante
que ahora subrayar esa distinción entre filosofía y sofistería. Estamos
rodeados por incontables sofisterías nuevas. Los telepredicadores ofrecen
conocimiento solvente de la verdadera palabra de Dios y realizan curas
milagrosas a cambio de una adecuada donación a la causa. Toda una industria de
New Age ha surgido, donde el Conocimiento (con C mayúscula) de algo llamado Uno
Mismo (con mayúsculas) se compra y se vende en envoltorios caros y de vivos
colores. Estoy escribiendo estas líneas en el West Sunset Boulevard de Los
Ángeles, no lejos del palaciego «Centro para la Autorrealización», con sus
lujosos jardines, un santuario en un lago, arquitectura hindú de dudoso gusto y
costosos programas para mejorar el autoconocimiento espiritual y la comunión
con Dios.
Creo que es justo decir que
las sociedades occidentales, y no sólo ellas, están experimentando un profundo
vacío de sentido que corre el riesgo de convertirse en un abismo. Este hueco
está siendo ocupado por diversas formas de oscurantismo que conspiran para
promover la creencia de que, primero, puede conseguir-se algo llamado
autoconocimiento; segundo, eso tiene un precio; y tercero, que es perfectamente
coherente con la búsqueda de la riqueza, el placer, y la salvación personal. En
cambio, Sócrates nunca pretendió saber, nunca prometió conocimiento a los demás
y, lo que es crucial, nunca aceptó unos honorarios.
Lo que revela ese deseo de
certidumbre es un profundo terror a la muerte y una ansiedad abrumadora por
saber con seguridad que la muerte no es el final, sino el paso a la vida del
más allá. Es cierto, si la vida eterna tuviera un precio de entrada, ¿quién no
estaría dispuesto a pagarlo? En contraste, es sorprendente volver a Sócrates y
su escepticismo. No sólo manifiesta su incertidumbre sobre a la vida después de
la muerte, sino que también plantea la cuestión de qué es preferible, si la
vida o la muerte. El filósofo es el amante de la sabiduría que no pretende
saber, sino que expresa una duda radical respecto a todas las cosas, incluso
respecto a si la vida es un estado mejor que la muerte. «Sólo Dios lo sabe»,
fueron las últimas palabras de Sócrates en su juicio. De hecho, Diógenes
Laercio, autor de la muy influyente obra Vidas, opiniones y sentencias de los
filósofos más ilustres, del siglo III d.C., cuenta una historia fascinante
sobre Tales, generalmente considerado como el primer filósofo. Sostenía que no
había diferencia entre la vida y la muerte. «¿Entonces por qué no te mueres?»,
le preguntó uno. «Porque no hay diferencia», respondió. Ser filósofo, pues, es
aprender a morir; es empezar a cultivar la actitud adecuada frente a la muerte.
Como escribió Marco Aurelio, «una de las funciones más nobles de la razón es
saber si es hora de dejar este mundo o no». Ignorante e inseguro, el filósofo
sigue adelante.
1. ¿Qué
opina Sócrates acerca de la muerte en el diálogo de Platón “Apología”?
2. ¿Cuáles
son las dos posibilidades en las que consiste la muerte?
3. ¿Por
qué insiste Sócrates en que no hay razón para temer a la muerte?
4. ¿Por
qué podemos considerar –según Sócrates- a la muerte como un sueño curativo?
5. ¿Por
qué dice el autor de este fragmento que la filosofía nos facilita la actitud de
“aprender a morir”?
6. Escribe
tu opinión sobre el significado de sofistería acerca de lo que dice Simon
Critchley (autor del artículo).
7. ¿Cómo
afrontan las sociedades occidentales el profundo vacío de sentido del que han
sido presas en tiempos recientes?
8. ¿Qué
hay detrás del desesperado deseo de certidumbre acerca de la muerte en las
sociedades occidentales?
No hay comentarios:
Publicar un comentario